Mi mamá una vez me dijo, entre sus varias sabidurías, la siguiente cita: "La matemática es el lenguaje con el que Dios escribió el Universo." No me recuerdo si la parte de Dios estaba incluida en el relato, tampoco cual era el tema de la conversación, pero si que en ese momento no le creí mucho.
Confieso que le tenía un poco de prejuicio a la matemática, un poco causado por los matemáticos que pasaron por mi vida.
Últimamente, siendo ya capaz de distinguir a estos como dos cosas totalmente diferentes, comienzo a pensar que mi mamá tenía algo de razón. Tal vez yo no sea la mejor matemática del planeta, pero puedo apreciar su belleza, su eterna necesidad de ser exacta y seguir sus establecidas reglas. La matemática es fiel a sí misma y a nadie más. No se pregunta quien es el número, que representa en nuestra sociedad, que gana el número por estar ahí. Solo lo coloca donde debe ser colocado y efectúa las operaciones necesarias.
Y más aún: la matemática está en todo. No en el sentido más común, de "2 + 2 = 4". Pero anda ahí escondida, como quien no quiere nada más que ser y hacer lo que le corresponde. Escondida en el idioma, como nos muestra la semiología; en la música, sus los tiempos y sus rimas; y hasta en las relaciones sociales e individuales, llenas de ecuaciones, variables a ser llenadas y resultados que, debido a equívocos en las operaciones o substituciones, ni siempre están correctos.
Sólo que niega la relatividad propia del sentir humano (yo de rencorosa porque nunca pude entrarle)
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